San Juan Tecomatlán, Jal., (Milenio).- El gringo y su mujer, Linda, oriunda de Chapala, irrumpieron en el pequeño templo de Tlachichilco durante la misa, y se acercaron a una anciana, pobre, enferma y ciega. La esposa la abrazó cariñosamente en frente de todos mientras el cura miraba complacido. El güero Donald esbozó una sonrisa satisfecha. El hombre había llegado a comienzos de los años 80 del siglo pasado a este poblado coca —tal vez nahua—. De no tener nada, con el tiempo amasaría fortuna e influencias, a costa de la tierra barata de los comuneros.
“Yo no sé si es católico o si nomás venía a misa por conveniencia; porque esos gestos los hacía enfrente de la gente, pero no levantaba a nadie por la carretera. Quería que creyéramos que era una buena persona. Alguna vez escuché que iba a comprar un pedazo de terreno para ampliar el panteón del pueblo para todos, mexicanos y gringos, porque no iba a haber diferencias [...] la gente lo veía con muy buenos ojos, decían que había llegado papa Noel…”, recuerda don Cirilo Vázquez Ortega, de 77 años.
Los nativos le dicen Dan, pero se llama Donald Dwyer. Tiene 25 años de haber arribado a la comunidad indígena de San Juan Tecomatlán, a menos de 20 kilómetros al oriente de Chapala, en la misma ribera del lago, principal sitio de residencia de extranjeros que existe en México.
En Tlachichilco, poblado comunal, coinciden no sólo en que Dan fue el primer gringo en llegar, sino en que se trajo a casi todos los demás (indistintamente, estadunidenses, canadienses y europeos), que hoy inundan la zona, con cerca de 200 propiedades residenciales asentadas en terrenos comunales.
“Al principio, compraba toretes para la engorda; será que vendría escondiendo su dinero o se lo encontró aquí […] total, compró la casa de un licenciado y empezó a convivir con la comunidad, se nos metió, empezó a meter sus pesitos”, agrega don Alfredo Campanero López, de 78 años.
Compró decenas de hectáreas a precios de remate. “En ese tiempo tengo entendido que serían millones de viejos pesos, cuando cualquiera tenía sus millones, serían como unos doce o trece millones por un potrero de ocho hectáreas que la gente aquí veía como breña”. Hoy, en ese terreno montoso hay un fraccionamiento de jubilados estadunidenses y canadienses, que habitan casas valuadas entre 300 mil y 500 mil dólares. Pero Dan tiene muchos predios más.
El problema es que se trata de terrenos comunales, que según las leyes agrarias mexicanas, entrañan un derecho que jamás prescribe. San Juan Tecomatlán comenzó su proceso de reconocimiento y titulación en 1977, explica su abogada, Marielena Navarro. Eso descarta en automático las compraventas realizadas desde cinco años atrás. Las efectuadas antes de 1972, si fueron legales, llevarían un proceso de “exclusión” para ser respetadas como propiedad privada. Las que se hubieran llevado a cabo de 1972 en delante, hasta 2009, son nulas y requieren de la voluntad de la asamblea comunal para ser excluidas, o en su defecto, toleradas sin cambiar la tenencia de la tierra.
Fue el Tribunal Unitario Agrario número 15, por orden del juez cuarto de distrito de Guadalajara (amparo indirecto 424/99), el que reconoció y tituló al poblado, apenas el 4 de noviembre de 2002 (expediente TUA A/169/2001). El efecto legal es demoledor. La ejecución llegó tan tarde, que ya se habían hecho muchos negocios de compraventa. Los comuneros reconocen que fue hasta entonces que se dieron cuenta del valor de lo suyo: “Fuimos muy inocentes, ahora ya no nos dejaremos”, advierte Jesús Castellanos Sánchez, presidente del comisariado de bienes comunales.
Guerra silenciosa
La vida hoy se ha tornado difícil para los de Tlachichilco. Siempre les dijeron que la llegada de inversionistas era buena, pues habría empleos y mejoraría su calidad de vida. Lograron para sus esposas trabajos como empleadas domésticas, y para los jóvenes, de jardineros. Cuando tuvieron la ley en sus manos, y quisieron llegar a acuerdos con sus huéspedes, las cosas cambiaron. Si bien, este fin de semana pasado se formalizaron cinco convenios de exclusión pacífica, la tónica general ha sido de amenazas y despidos.
Juan Manuel Muñoz, quien tiene año y medio de haber regresado a su pueblo natal, dice que a su esposa la despidieron por su activismo en favor de la comunidad. “¿Acaso estoy haciendo mal mi trabajo?, le preguntó al patrón. No, nada, nomás dile a Juanito que cuando se salga de lo de la comunidad, te regresamos el empleo, le contestó”.
Hay extranjeros que no la toman personal. De hecho, una pareja de ancianos, John —fallecido el pasado mes de enero— y Janice Hunter, quienes regalaban despensas, paquetes escolares y utensilios para los niños, recibieron la exclusión de su propiedad sin el cobro de un peso, pues se consideró que eran personas valiosas para el pueblo. Otro foráneo, el alemán Mike Jones, pagó de su dinero hace unos meses la reparación de una tubería para el agua de la comunidad, transportando además al agente municipal a comprar los insumos a una ferretería de Chapala.
Pero hay muchos forasteros que están molestos por lo que piensan se trata de un robo legal.
Así, “tenemos jardineros que han venido a decirnos: ‘a mí ya bórrenme de la lista de comuneros, ya no quiero saber nada’; les preguntamos por qué, y nos dicen: ‘porque mi patrón ya me amenazó’ […] desgraciadamente para los que vemos más allá de nuestras narices, eso demuestra la nobleza de la gente, ‘a mí con que me den para mis tortillas y para mis frijoles, ya no necesito nada más’, o ‘con que me den trabajo, con eso tengo’, dicen”.
Así pasó con un comunero, Pedro Contreras; otro, de nombre Juan García, de todos modos dejó su trabajo ante el hostigamiento.
Se habla de una simbiosis ideal entre la comunidad extranjera y los nativos, pero hay demasiadas demostraciones de lo contrario, apunta Juan Manuel. “Ellos viven aislados, en una burbuja, que son sus casas, y jamás bajan al pueblo […] de hecho, se molestan cuando hay fiestas, por la música de banda que sube al cerro, o las campanadas del rosario de alba, que son después de la seis de la mañana… un hombre nos dijo en julio pasado que su perrito se hizo cardiaco de los sustos que les sacó la campana…”.
Otro capítulo de la discordia es el conflicto por el agua. La comunidad es dueña de todos los afloramientos en su territorio, pero los avecindados se quedaron con dos pozos; al inscribirlos como dotación de agua de un poblado (es decir, a nombre de los comuneros), lograron reducir el pago de energía y de derechos, con subsidios. Después, pretendieron acordar con los comuneros darles agua “que les sobraba”, que no llegaría a 10 por ciento, pero pedirles pagar 50 por ciento del recibo. Las diferencias de consumo son evidentes: las residencias tienen amplios jardines mientras las casas de Tlachichilco reciben el líquido apenas media hora al día.
Los comuneros están cobrando 30 pesos por metro cuadrado para otorgar la exclusión de propiedades. El terreno en breña se cotiza comercialmente arriba de 600 pesos por metro, y muchos extranjeros así los están traspasando. De este modo, ante la falta de voluntad en negociar, “los convenios van a ser muy difíciles de sacar adelante”, subraya Juan Manuel.
San Juan bien vale una misa
Las reiteradas idas a misa en Tlachichilco, las promesas de dinero para el sostenimiento de la comunidad (35 mil pesos anuales para Tlachichilco y 35 mil para San Juan Tecomatlán), el otorgamiento de una remesa para restaurar la capilla, la presentación de proyectos delirantes, como el de un hospital con helipuerto “a donde nos atenderían a todos nosotros”; la promesa de reparar calles y pavimentarlas, fueron el pasaporte para el gran negocio inmobiliario de Dan en el decenio de los años 90.
Donald Dwyer participó activamente en la gestión de la carretera pavimentada que se abrió en 1999 con recursos del gobierno de Jalisco. La idea era crear oportunidades de desarrollo para las comunidades indígenas de Poncitlán, con un acceso terrestre fácil, pero en la realidad, los intereses especuladores que buscaban aprovechar el mercado de altos recursos de los jubilados de Europa y Norteamérica, sacaron “la mejor raja”. San Juan alcanzó a reaccionar ya con poco más de 100 hectáreas de invasiones. Sus vecinos de Mezcala se cerraron completamente, y hasta ahora, simbolizan la resistencia más firme al mercado.
Siguió la vida de Dan. “Comenzó a quemarse con las autoridades, y a hacer uso de prestanombres, de preferencia mexicanos, para hacer sus negocios”, aseguran los comuneros.
El gringo tiene su casa al pie de la carretera Chapala-Mezcala. Uno de sus hijos, de nombre Jean Paul, también se dedica a los negocios con la tierra, y posee maquinaria de construcción. En el teléfono de su domicilio, Dan contesta a una solicitud de Público para ser entrevistado acerca del tema, el pasado 19 de marzo.
“Estoy por salir del país, por estudiantes de Canadá…”, dice en un español típico de forastero. Regresaría hasta después de la semana de Pascua. No obstante, promete visitar las instalaciones del diario, al día siguiente. Nunca llega.
En el pueblo, una pregunta obligada: ¿Míster Dan ya no viene a misa?
“No, nunca”, contestan sin titubear don Cirilo y don Alfredo, testigos de cómo estas viejas aldeas fueron devoradas por el dios Progreso.
La comunidad
San Juan Tecomatlán posee títulos virreinales que datan del siglo XVI, lo cual dio pie al reconocimiento de la comunidad, en 1997, con 1,694.2 hectáreas, sentencia que fue recurrida con un amparo, para quedar finalmente reconocida con 1,946 hectáreas en noviembre de 2003
El derecho agrario mexicano otorga a las comunidades indígenas la atribución de ser “inalienables, imprescriptibles e inembargables”, lo que significa que sus bienes no pueden ser vendidos y que su ocupación no crea derechos por vía de la prescripción
Quienes poseen terrenos dentro de la comunidad deben negociar con ella, pues su derecho posesorio no es mejor que el comunal. Ese es el espíritu bajo el cual se pueden dar exclusiones de predios, siempre que la asamblea general de comuneros lo avale.
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