Durango, Dgo., (Yancuic).- La casa de María Teresa Gregorio tiene piso de tierra y paredes de carrizo. En su interior no hay más que un camastro y un montículo de ladrillos rotos sobre los que reposa el comal para la cocina. Hace nueve años falleció su esposo y ella debió irse, con sus cuatro hijos, como jornalera a los campos de Sinaloa para no morir de hambre. Allá, sin embargo, la muerte resultó ineludible: una de sus tres niñas, la de ocho años, fue aplastada por un contenedor de tomates mientras hacía la zafra.
María Teresa se vale de una vecina para hacerse entender, pues sólo habla náhuatl. Tiene 48 años, no lee ni escribe, pero cuenta que desde entonces arrastra una deuda de 15 mil pesos. En Campo Conejo, donde sucedieron los hechos, no quisieron indemnizarla. Ella asumió los gastos del entierro. “La señora dice que nomás vive con 25 pesos al día”, traduce Juana Domínguez. “Y eso es bien poco, no le alcanza para nada y debe pedir prestado. La deuda no se acaba: por aquí pide, por acá paga, pero vuelve a pedir y ahí sigue”.
Otro niño de Ayotzinapa, en este municipio donde reside María Teresa, tuvo una muerte similar a la de su hija. David Salgado Aranda, también de ocho años, fue prensado por las ruedas de un tractor mientras trabajaba al lado de sus padres y hermanos en el Campo Santa Lucía, de Agrícola Paredes, en Culiacán, el 6 de enero de 2007.
No son los únicos casos. El Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, ha documentado otros cuatro accidentes fatales desde entonces.
Lo que ocurre en los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Baja California sintetiza la vejación a la que son sometidos los grupos indígenas, dice Margarita Nemecio, coordinadora del Área de Migrantes de Tlachinollan. “Los jornaleros no solamente son inmigrantes, sino indígenas, y con ese estigma son altamente vulnerables en todos los sentidos: por el contexto de pobreza extrema en sus lugares de origen, el alto grado de marginación, el analfabetismo, el hecho de que la mayoría son monolingües, todo eso merma su calidad de vida, sus derechos humanos”.
En Ayotzinapan no hay drenaje. De las aguas negras que escurren hasta el riachuelo beben guajolotes, cerdos y chivos que atestan las calles de polvo como si fueran perros. Unos cuantos poseen casas de material sólido, tras años de ahorrar lo poco que ganan en los campos del norte. De las 360 familias que pueblan esta comunidad, al menos 300 emigran cada noviembre para retornar en el verano. La dieta principal, allí como en el resto de los 19 municipios que integran La Montaña, es a base de cocacola y papas fritas. La desnutrición es severa, dice Nemecio.
Los jornaleros
Tlapa de Comonfort figura entre los municipios mexicanos con peores niveles de desarrollo humano, igual que el resto de la región, en donde la ONU ubicó en 2007 al más pobre de América Latina, Cochoapa el Grande. El Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas de ese estado contabilizó en 2006 a 14 mil 21 jornaleros, 46% de ellos menores de 15 años. El Centro Tlachinollan tiene sus estimaciones e indica que por lo menos 20 mil indígenas se emplean en la cosecha de hortalizas.
El ciclo migrante difícilmente se detendrá. El gobierno municipal es incapaz de crear fuentes de empleo, lo que contendría buena parte del fenómeno, reconoce el alcalde Willy Reyes. “La única manera de romper ese círculo es generando empleos allá en sus lugares, pero, la verdad, la cuestión geográfica, orográfica, de los suelos —montañas— no son fértiles. No hay otra manera, técnicamente o de desarrollo, para meterlos a una generación de empleos”.
El Ayuntamiento de Tlapa funciona básicamente con presupuesto federal, 50 millones para obra pública, del ramo 33. La captación mediante el impuesto predial refleja el nivel de pobreza: 25 mil pesos anuales, según datos del alcalde. Los 42 pueblos y 14 anexos que dependen del gobierno local no tienen otra forma de subsistencia que la economía lograda por las familias en los campos agrícolas del norte de México o migrar a Estados Unidos. En seis meses de trabajo sin derecho a descansar un día, vuelven con ahorros magros —4 mil pesos, refieren algunos— para mantenerse hasta el inicio de la siguiente temporada.
Eso ha costado la vida a muchos adultos. Margarita Nemecio, del Centro Tlachinollan, dice que la principal causa de muerte en la población son las enfermedades crónico-degenerativas, por el contacto con pesticidas. Pero la preocupación mayor es el destino de los niños, que no sólo pierden sus derechos primarios de alimentación, salud y educación, sino que sufren daños irreversibles o mueren.
Ismael de los Santos Barrera tenía un año y ocho meses el 7 de febrero, cuando murió aplastado por un camión de ocho toneladas que era maniobrado en el campo El Sol, de Agrícola Reyes, en la sindicatura de Villa Juárez, Navolato. Sus padres, una pareja adolescente de 17 y 16 años, habían sentado en el surco donde ambos recolectaban ejote. El chofer perdió momentáneamente el control y cruzó al sitio donde estaba el menor, dice el reporte del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan.
“El niño no era trabajador”
El mismo documento cita que los padres fueron empleados sin garantía alguna. La familia había llegado en diciembre, proveniente de la comunidad de Santa María Tonaya, en este municipio. Pertenecen al pueblo indígena me’ phaa, a quienes los contratistas califican de “rebeldes”, por reclamar sus derechos.
“Tenemos conocimiento de que las empresas que solían contratarlos, no lo hicieron en esta ocasión, eso fue algo que comentaron algunas trabajadoras sociales de algunos campos que se recorrieron en noviembre de 2008. Los argumentos fueron varios, pero los que más sobresalieron eran con tintes impregnados de discriminación a estos grupos. Fuera porque eran muy rebeldes, si no les cumple la empresa se van del campo, porque protestan mucho, porque se molestan si no contratan a los niños”, señala el informe.
Ismael fue sepultado en Villa Juárez. Sus padres cedieron a la presión de los dueños de la empresa. Hasta hoy la Procuraduría estatal no fincó responsabilidad penal para nadie y tampoco se obligó al pago de indemnización. “Hay una omisión completa de la ley, ya que de acuerdo con la versión del abuelo de Ismael de los Santos, el patrón le dijo que después se arreglaban, ya que el niño no era un trabajador de la empresa”, cita el documento.
Son casos que aturden a las organizaciones de la sociedad civil. Una veintena de ellas emitieron un comunicado de prensa a principios de marzo para exigir un “alto al etnocidio contra la niñez indígena”. “No hay una institución que vele por los derechos de los niños indígenas migrantes, por el contrario, cada año se multiplican casos graves de violaciones a los derechos humanos relacionados con muertes violentas de niños y niñas que se encuentran trabajando o jugando dentro de los campos agrícolas”, denuncian.
Es una postura que no comparte la diputada federal del PAN por Sinaloa e integrante de la Comisión de Asuntos Indígenas, Gloria Valenzuela García. “Lo que ocurre no solamente se ha visto en el tenor de los accidentes, sino que se ha estado trabajando para evitar que sucedan situaciones que se deben erradicar”, afirma. “Y como diputados no hemos visto la necesidad de presionar a las autoridades, porque hay buena respuesta del Ejecutivo”.
Cuando Timoteo perdió un brazo
El 3 de septiembre de 2007, Daniel Chacón Chávez, de 17 años, encendió la troca en la que llevaría a un grupo de jornaleros a los cuartos que ocupaban en Ciudad Jiménez, Chihuahua. Habían terminado sus labores a las seis de la tarde, y unos cuantos se formaban a pocos metros, en espera de su raya, entre ellos Celso Ventura Gálvez, de 22 años. El hijo de dos años del jornalero tlapaneco, Timoteo, aguardaba junto a su madre, infantes y más adultos, sentados en una pileta. Chacón aceleró en reversa y los embistió a todos.
Timoteo perdió el brazo derecho al ser prensado entre la pileta y la defensa del auto. Celso dice que Chacón jamás hizo caso de los gritos de advertencia hechos por él y otros. Fue el comienzo. Dos horas después, en una clínica de Parral, a 45 minutos por carretera, le dijeron que el niño perdería el brazo. No se resignó y lo trasladó a Torreón. Llegó a las 3:00 de la madrugada del día siguiente, y 12 horas más tarde lo atendieron sólo para concluir lo mismo. Le amputaron el brazo.
El responsable no fue encarcelado. La averiguación previa 105-436/2007 dice que el Tribunal para Menores dictó un procedimiento de externación, que lo puso bajo custodia de sus padres, tras fijarse un pago provisional para la reparación del daño de 40 mil pesos. El dueño del rancho El Carmen, Manuel Monárrez Huerta, no se hizo responsable, bajo el argumento de que el menor no era su empleado y de que el accidente ocurrió fuera de los cultivos. Celso Ventura, el padre, corrió con los gastos hospitalarios.
“Ahorita me siento bien triste porque veo que mi hijo nació así, completo. Dios le trajo así completo, pero ahorita ya no tiene un brazo. Yo siento difícil así”, dice su padre, sentado en el patio trasero de su vivienda, que construyó en el extremo nororiente de la colonia Filadelfia, un asentamiento evangélico creado para los expulsados de comunidades indígenas católicas. “Quiero que se haga justicia porque para mí eso, lo que hicieron, está mal. Yo exijo que se vea, que no se puede quedar así, es un niño”, expresa.
Las condiciones que posibilitan la violación de los derechos humanos de los pueblos indígenas son las mismas de hace 20 o 30 años, esclavizantes, con trabajos a destajo y sin protección para los infantes, dice Margarita Nemecio. “Simplemente esclavizas a toda la familia porque te resulta una mano de obra sumamente barata. Es más redituable para ellos tenerla mecanizada de esta forma por los costos que significan: el sur aporta la mano de obra que requiere el norte”.
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