Istmo de Tehuantepec, Oax (Milenio).- No es todavía mediodía, pero el sol hace sentir su poder sobre los acalorados viajeros que, tambaleantes, suben a la lancha y, entre el sordo rumor de un viejo motor de diesel, comienzan a recorrer el río Vista Hermosa, a contracorriente, en busca de parajes primigenios, cada vez más extraños, de este mundo en destrucción.
Por estas aguas han bajado maderas preciosas durante siglos, y ha sido la vía para penetrar la jungla en busca de otros tesoros arriesgados: cazar el “tigre”; capturar monos, guacamayas y tucanes; pescar bagres, robalos o tilapias; colectar plantas desconocidas. Hoy se necesita mucha fortuna para avistar a la tirana de los aires, el águila harpía, aunque aún se pueden contemplar, entre los arroyos ocultos por la tupida vegetación, nutrias juguetonas o pacíficos tapires.
Pero esta tarde de junio, la naturaleza parece aletargada ante el aire enrarecido por los incendios forestales, cuyas columnas se levantan siniestras en la periferia de la selva. “Es el viejo método de roza, tumba y quema, pero, como casi todo mundo se ha hecho ganadero de quince o 20 años para acá, este problema se ha hecho más común, porque es el modo de dar mantenimiento a los potreros para dejarlos libres de bosque y que salga el pelillo del pasto”, señala Gerobuam Hernández, indígena zoque dedicado a la conservación.
Las orillas alojan, esparcidas, entre árboles enormes y solitarios, mudos testimonios de la vieja selva húmeda, casas de la familia Vélez, nativos de El Paraíso, en Guerrero, que fueron expulsados por la falta de tierra y la debacle del negocio del café. La comunidad de Santa María Chimalapa los acogió y les ordenó colonizar esta ribera, siguiendo su estrategia de control territorial frente a los numerosos invasores de su inmensa heredad. Es por eso que estos mestizos son comuneros del pueblo zoque.
Desde entonces han pasado 45 años y la antigua floresta tropical cedió espacio a los maizales, a los cafetales que fracasaron con el precio internacional del grano y a los potreros para bovinos que hoy sustentan a los esforzados descendientes de don Valentín, el pionero de la familia, quien llegó de 18 años y ahora tiene 63.
“Llegaba uno al arroyo, se asomaba y veía así de pescados [sic]”, dice Valentín mientras junta los dedos de la mano derecha, señal de abundancia.
—¿Por qué se ha ido acabando todo?
—Porque la gente entra bastante… les gusta mucho este lugar para cacería y pesca.
No es cazar cualquier cosa. Conforme se avanza río arriba, los claros de desmontes se van reduciendo y se alcanza en un par de horas una majestuosa umbría como la que sorprendió en 1859 a uno de los más famosos viajeros de esta región, el francés Charles Brasseur. Los lancheros refieren historias recientes de cazadores que remontan la corriente en busca de jaguares, pasando por alto que su persecución es delito federal.
“Hay un señor de apellido Larumbe, médico de Oaxaca, que vino hace quince días; traía borregas, para atraer al tigre y matarlo”, cuentan Antonio y Margarito, los dueños de la lancha. Después, nerviosos, aseguran que no se llevó nada y se dedicó a echar vino.
Los visitantes penetran en una de las cañadas que bajan al río. Por allí mana un arroyo en medio de troncos putrefactos, helechos, orquídeas, anfibios y una miríada de insectos. Los rayos solares penetran en algunos claros que permiten los árboles de 30 a 40 metros, esparciendo una iluminación espectral. Luego se llega a un pequeño surtidor. Los habitantes de la selva se ocultan, pero los chillidos de insectos, el canto de aves y el monocorde discurrir del agua interpretan aleatoriamente las extrañas cacofonías de lo silvestre.
Riquezas en declive
Esto es lo que queda de las antiguas y vastas selvas del Istmo de Tehuantepec, casi arrasadas en la amplia llanura veracruzana, de forma acusada, en el último siglo, y fuertemente reducidas en las montañas oaxaqueñas. Es un lugar de historia y utopías.
Aquí vio la luz una de las culturas primordiales de Mesoamérica, la olmeca, y poblados de la sierra como San Francisco de la Paz guardan vestigios de ese pasado. También revistió en el siglo XIX un alto interés geopolítico, ante la posibilidad de abrir un paso navegable del océano Pacífico al golfo de México, lo que derivó en diversas tentativas que fracasaron, pero contribuyeron a las primeras fuertes perturbaciones del entorno natural.
En el siglo XX, la región fue una de las víctimas más prominentes de la “teología desarrollista”; en la zona veracruzana (Uxpanapa), perdió casi 80 mil hectáreas para la apertura de un supuesto Jauja sureño cuyos fabulosos rendimientos agrícolas garantizarían la soberanía alimentaria del país.
El fracaso fue el saldo y sólo sobreviven grandes manchones de jungla en esa área, convertida a la ganadería ante la evidencia de los suelos delgados de estos frágiles ecosistemas.
Lo que se preserva fundamentalmente es esta selva montañosa enclavada más al sur, inaccesible en muchos puntos, de los Chimalapas, custodiada por los zoques, que, habiendo adquirido en el siglo XVII sus bienes de la Corona española, han resistido dos centurias de invasiones territoriales de latifundistas, ejidatarios y “nacionaleros”.
No obstante, la devastación es casi similar, con la ventaja de que se trata de una superficie de selva considerablemente mayor. “Los datos que elaboró la Dirección General de Programas Regionales de la Semarnat en el año 2000 indican que la tasa de deforestación en los Chimalapas entre 1976 y 2000 fue de 1.05 por ciento, siendo el periodo entre 1996 y 2000 con el mayor valor alcanzado, de 2.19 por ciento. Esto significa que en los últimos 40 años se han desmontado para fines agropecuarios cerca de 57 mil ha, lo que equivaldría a un tasa anual de 1,425 ha de bosques y selvas que se pierden cada año”, subraya el biólogo Salvador Anta, hoy gerente regional de la Comisión Nacional Forestal, pero con amplia experiencia en el área.
Pese a la enorme carga de deterioro, el Fondo Mundial de la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés) la tiene en su lista de las 200 regiones prioritarias del planeta.
“Cuenta con un complejo mosaico de diferentes tipos de vegetación, situación propicia para una amplia riqueza de especies de flora y fauna: selvas húmedas, selvas secas, bosques mesófilos de montaña, bosques de pino, bosques de encino, sabanas, selva baja perennifolia, y matorral andino [o páramo]”, señala el Plan Maestro de Desarrollo Regional de los Chimalapas, realizado en 2004 bajo la coordinación de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI, del gobierno federal).
¿Qué se ha documentado de esta riqueza? El programa de manejo para aprovechar la madera selvática en Arroyo Pato, comunidad de Santa María, menciona 609 registros de vertebrados terrestres; por su parte, el Instituto Nacional de Ecología, citando trabajos de Roberto de la Maza, señala en una publicación: “Los Chimalapas es en la actualidad una de las zonas tropicales y banco de recursos genéticos de mayor importancia en México y Mesoamérica. Se estima que una sola hectárea de vegetación tropical no perturbada […] llega a albergar hasta 900 especies vegetales y más de 200 especies animales”.
Los registros iniciales, sigue el INE, reportan 220 especies vegetales “de interés forestal” y, entre la fauna, 146 especies de mamíferos, 316 de aves, 416 de mariposas diurnas (no hay tantas en ninguna otra parte del país). Hay 300 especies de orquídeas, apuntan otras fuentes. En fin, “36 por ciento de representación de la biodiversidad nacional”, añade el texto de INE, lo que debería totalizar cerca de once mil formas de vida. Así, el campo de investigación y documentación sigue siendo amplio.
La selva zoque, que abarca territorio oaxaqueño (los Chimalapas propiamente), veracruzano (Uxpanapa) y chiapaneco (El Ocote), alcanzaba antes de 1970 más de un millón de hectáreas: diez mil kilómetros cuadrados, un poco menos de las superficies sumadas de Colima y Aguascalientes.
Ahora hay un desmembramiento, aunque el gobierno federal decretó una reserva de la biosfera en El Ocote, en Chiapas, con poco más de 101 mil ha, y analiza proteger los manchones que sobreviven en Uxpanapa, que todavía suman más de 100 mil ha. En Chimalapas hay una superficie superior a 440 mil ha con escasa perturbación, pero han fracasado las tentativas “clásicas” de protección, como una reserva de la biosfera que pretendió el gobierno de Ernesto Zedillo.
Chimalapas camina, dice Carlos Solano, de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, a su propio modelo de protección basado en los derechos de las comunidades zoques. Es un desafío que muchos científicos consideran “la última oportunidad” de salvación.
Violencia y miseria
Las dos grandes comunidades zoques, Santa María y San Miguel, no han podido bajar la guardia frente a los invasores de su territorio en poco más de 40 años. En 1967, el presidente Gustavo Díaz Ordaz les reconoció sus títulos virreinales. Paradójicamente, con el empuje del gobierno chiapaneco, ya se había dado legalidad a posesiones ejidales en la parte oriente de sus tierras. Se creó así uno de los grandes conflictos agrarios del país, con saldos de violencia, despojos, detenciones arbitrarias y muertes.
“Sufrimos mucho en esos tiempos”, recuerda doña Teódula Gutiérrez Miguel, moradora de la congregación de San Antonio, comunidad de San Miguel Chimalapa, muy cerca de la zona de los límites confusos con Chiapas, al sureste.
“Yo me vine de allá porque mataron a mi esposo, Vicente Pérez, que era un trabajador del campo, sacaba maíz, sacaba frijol, tenía guajolotes, tenía gallinas […] pero fue la envidia, en San Miguel hay pura envidia, en aquel tiempo, y lo mataron; y yo me vine de allá, me traje a mis hijos para criarlos aquí, lejos de esas envidias”, añade la mujer de 69 años.
No imaginaba que la iba a pasar mal. “Ahorita hay muchos apoyos y se come bonito, pero antes no había nada, todo era polvo, todo era duro; yo jalaba tules del arroyo y los salaba en el petate y los vendía […] no había escuela, era una enramada; no venían doctores, y cuando crecían los ríos en las lluvias no se podía salir de aquí”.
Los que sí llegaban eran policías chiapanecos y soldados. Muchas veces fueron golpeados los vecinos de la congregación, y expulsados. Cuando regresaban, sus casas estaban saqueadas y muertos sus animales. Y Oaxaca lejos, “casi no venían, nos dejaron solos”.
En esta zona hay actualmente un área de conservación certificada por la Conanp, El Retén, y se han establecido dos proyectos productivos: los aprovechamientos de resina de pino y de palma, que dan dinero seguro a quienes están integrados, pero despiertan suspicacias de la cabecera, que exige que los recursos lleguen a todo rincón de la comunidad de 130 mil ha.
Los problemas con los chiapanecos no tienen para cuándo terminar. Las patrullas siguen subiendo desde el municipio de Cintalapa y los roces se mantienen. El propio presidente comunal, Alberto Cruz Gutiérrez, reconoce que “los de la zona oriente se están radicalizando” ante la larga espera de respuestas.
La superficie invadida a las comunidades de Oaxaca por unos 25 ejidos rebasa 40 mil ha, según los cálculos oficiales; era de casi cien mil ha hace diez años.
Crepúsculos tropicales
El río Vista Hermosa baja hacia el oeste y se une al río El Corte, llamado así desde hace al menos 200 años por ser zona de explotación del “oro verde”: sobre todo, caoba y cedro rojo, fuente de grandes fortunas para colonos mexicanos y extranjeros, especies ahora escasas y, de hecho, desaparecidas de los sitios más perturbados.
Es la cuenca del río Coatzacoal-cos, uno de los más caudalosos de México, navegable en toda esta parte baja para embarcaciones de bajo calado, dependiendo siempre de la abundancia de una lluvia que los campesinos aseguran que tiene años mermando.
La tarde cae y el río brilla como manto aurífero bajo los rayos declinantes del sol. Aves de presa le disputan a Barney López, el pescador, sus frutos subacuáticos. Los incendios arrecian en lontananza. El fuego devora con su grandiosa esterilidad frutos de vida siempre en movimiento. Esto es una selva perennifolia; aquí todavía ruge el “tigre”, pasta el ciervo y deambula el tapir. Una de las más amenazadas entre las 200 joyas planetarias, palpitando existencias al límite.
Los datos
Chimalapas, el gran núcleo superviviente de las grandes selvas del Istmo de Tehuantepec, tiene la última superficie extensa de selvas altas y medianas enclavada más al norte del planeta.
Su corazón lo forman las comunidades indígenas zoques de Santa María y San Miguel Chimalapas, con un superficie conjunta de 594 mil ha, reconocidas en 1967 por el gobierno de la república.
Está considerada como una de las joyas de la biodiversidad mexicana; se estima que podría albergar hasta 35 por ciento de las formas de vida, animales y vegetales, que hay en el país.
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